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  • Foto del escritorAna Morales Iturriaga

Resumen de «Las lenguas románicas», de José Manuel Fradejas Rueda

En el curso bajo del río Tíber, hace unos 2800 años, existió una pequeña comarca llamada Latium Vetus. De ella tomó el nombre el habla de sus gentes, un dialecto que, andando el tiempo, evolucionará y se convertirá en lo que hoy llamamos lenguas romances. Esta lengua de la urbs rōma no es otra que el latín, y la que sigue una reseña de su historia hasta nuestros días. ¿Cómo surge este dialecto a orillas del río Tíber? Salvando la dificultad que encierra esta pregunta, se sabe que el latín desciende del indoeuropeo, una lengua prehistórica cuya existencia puede inferirse del parentesco entre una serie de lenguas, algunas vivas y otras muertas. Determinar el origen de estas lenguas prehistóricas entraña una gran complicación, motivo por el que aún conviven varias teorías, entre ellas la anatólica y la preferida por la crítica: la de la estepa. Sea cual fuere el primigenio lugar del que partieron los indoeuropeos, su lengua ha sido dividida tradicionalmente en dos grandes grupos atendiendo al proceso evolutivo de sus fonemas: las lenguas satem (familias eslava, báltica, indoirania, el albanés y el armenio) y las centum (grupos germánico, itálico, celta, helénico, anatolio y tocario). Hoy día, nuevas investigaciones arrojan luz sobre estas familias de lenguas indoeuropeas y sus relaciones, y sobre aquellas lenguas de Europa que, como el vasco, no pertenecen a estas familias.

Aunque no sabemos con exactitud cuándo nace el latín, se sostiene que formaba parte de los dialectos itálicos, un conjunto de lenguas que hablaban varias tribus de la parte central de la península itálica y que los expertos dividen en tres grupos: el umbro, el sabélico y el osco, hablas mutuamente intercomprensibles que presentarían una similitud razonable con el latín arcaico. Al principio, el latín estuvo limitado a la ciudad de Roma y sus alrededores, pero con la romanización, logró extenderse por toda Italia y la cuenca mediterránea en un asombroso proceso de expansión esencialmente político-económico. Conviene recordar que Roma jamás se propuso la imposición de su lengua a los territorios conquistados, lo que no significa que no se difundiese. Fue un hecho inevitable, al ser el latín denominador común de las gentes que llegaban a los nuevos territorios y la lengua oficial del cristianismo, dogma que trató de expandirse hasta el último rincón del Imperio.

El territorio en el que se ha hablado generación tras generación la lengua de Roma recibe el nombre de Romania, ámbito naturalmente más restringido que el de la máxima extensión del Imperio. Dado que ni todo el Imperio de Occidente se ha mantenido hasta hoy como románico y que existen zonas donde se hablan lenguas románicas en las que jamás se habló latín, la romanística tradicional distingue tres Romanias: la Romania Antiqua (aquellos territorios europeos en los que se ha mantenido el habla de Roma ininterrumpidamente), la Romania Submersa (aquellos territorios que pudieron tener una lengua románica pero en los que la lengua de Roma acabó por desaparecer a causa de la superposición de otra capa lingüística) y la Romania Nova (aquellos territorios en los que actualmente hay lenguas romances, básicamente español, portugués y francés, y cuya existencia se debe a las empresas colonizadoras que se iniciaron en el siglo XV). Aún se puede hablar de una Romania Novissima que comprende los territorios africanos en los que se ha declarado lengua oficial el español, el francés o el portugués a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. En el proceso de formación de la Romania, el latín estuvo influenciado por otras muchas lenguas, unas indoeuropeas y otras no, con las que se encontró en su camino y las que acabó eliminando. Son las llamadas lenguas de sustrato. Uno de los problemas que suscitan las teorías sustratísticas es precisamente que, al atribuir fenómenos a lenguas desaparecidas, su demostración resulta complicada, hecho pese al cual no suele discutirse el origen sustratístico de algunos préstamos léxicos documentados por escritores clásicos. Las lenguas de sustrato más relevantes con las que interacciona el latín son las célticas (responsables de algunos cambios fonéticos e influencia léxica esencialmente toponímica), el etrusco, el ligur, el paleovéneto, los dialectos de las grandes islas mediterráneas (Sicilia, Córcega y Cerdeña), el ilírico, el daco-tracio, las lenguas paleohispánicas como el vasco, el ibero, el tartesio y las lenguas prerromanas como el griego, el fenicio o el cartaginés. Teniendo en cuenta la cantidad de lenguas con las que hubo de convivir el latín en su expansión y que ha sido el vehículo de comunicación durante más de mil años, es natural que presente modificaciones en el tiempo y en el espacio, es decir, que esté diferenciado diacrónica, diatópica, diafásica y diastráticamente. De la variación diatópica tenemos pocos datos debido a que quienes escribían en latín lo hacían en la variedad culta denominada latín clásico. Sin embargo, una comparación entre la lengua que utilizan los escritores de los diferentes periodos permite percibir fácilmente la variación diacrónica, en la que convencionalmente se distinguen cinco etapas: la del latín arcaico, preclásico, clásico, postclásico y tardío. No obstante, es la variación social, ya sea esta diastrática o diafásica, la que verdaderamente interesa a los romanistas, ya que las lenguas románicas no proceden del latín culto empleado por los grandes escritores de Roma sino del latín popular, ese latín que hablaba la gente en su día a día y al que los mismos romanos llamaban sermo quotidianus, urbanus, rusticus, usualis o plebeius. Investigadores como Jóysef Herman han dado en llamar a este latín latín vulgar y lo definen como el «conjunto de innovaciones y tendencias evolutivas aparecidas en el uso –sobre todo oral– de las capas latinófonas no influidas o poco influidas por la enseñanza escolar y los modelos literarios». Conviene precisar esta definición teniendo en cuenta que el latín vulgar carece de límites cronológicos absolutos (aunque deja de existir cuando las lenguas romances comienzan a ponerse por escrito) y que por su propia esencia no aparece en los textos: no puede describirse su gramática de la misma manera que la de las variedades codificadas de una lengua. Ahora bien, eso no implica que no dispongamos de muestras de los registros hablados del latín, como pueden ser los tratados técnicos, los textos cristianos (para quienes la fuerza del discurso reside en la fe y no en la elocuencia), las inscripciones (entre las que cabe destacar las sepultadas en Pompeya) y los comentarios de gramáticos, cuyo ejemplo clásico es el Appendix Probi. Además, podemos recopilar información a través de los préstamos latinos a otras lenguas, ya que nos muestran cómo era la pronunciación del latín en el momento de la adopción. De todos estos testimonios pueden inferirse las características fonéticas, morfosintácticas y léxicas del latín vulgar, que en general suponen una simplificación del latín clásico: el sistema vocálico se transforma y el rasgo de cantidad cede ante una oposición basada en el grado de apertura (se pasa de diez vocales a siete, lo que se conoce como sistema románico común), se produce un cambio en la naturaleza del acento que altera la pronunciación y ocasiona la aparición de nuevos fonemas, se reducen los casos y los géneros (perdiéndose los primeros en todas las lenguas salvo el rumano), desaparece la voz deponente del verbo reduciéndose a tres las conjugaciones y se pasa de una tendencia al orden sujeto-objeto-verbo del latín al esquema sujeto-verbo-objeto preferido por las lenguas romances. Entre las peculiaridades léxicas del latín vulgar frente al clásico se destaca el uso de los diminutivos.

Este era el latín que se hablaba en la Romania cuando el Imperio romano fue destruido por las invasiones bárbaras (germanas, eslavas y árabes), pueblos cuyas lenguas son de superestrato: aquellas que han ejercido una fuerte influencia sobre el latín, al cual se superpusieron pero no lograron eliminar. Dentro del superestrato germánico (cuya penetración en el latín es muy pobre) podemos distinguir diferentes lenguas: la de los germanos del mar (anglos y sajones), la de los vándalos, suevos y alanos, la de los visigodos (germanos orientales fuertemente romanizados), y la de los burgundios, alamanes, bávaros, francos, ostrogodos, lombardos y vikingos (nórdicos). El superestrato árabe se encuentra muy presente en Hispania (no así en Italia), consecuencia directa de la dominación musulmana en la Península Ibérica, responsable de su último mapa lingüístico. La mayor contribución del árabe a los romances hispánicos es la de los préstamos léxicos, que abarcaron todos los ámbitos de la vida reflejando el mayor prestigio cultural que tenían los árabes frente a los cristianos. Su influjo, sin embargo, apenas se aprecia en los niveles fónico y morfosintáctico. El superestrato eslavo, por su parte, tiene una fuerte presencia en el rumano, tanto en el copiosísimo número de préstamos que se registran como en algunos rasgos morfosintácticos que se explican por su influencia, primero como superestrato y después como adstrato. Como es lógico, todas las lenguas de sustrato del latín comenzaron siendo lenguas de adstrato: convivían con el latín en el mismo territorio. El adstrato más importante del latín es el griego, un contacto más cultural que lingüístico provocado por las relaciones entre Roma y Grecia. Estas se intensificaron especialmente durante el Imperio, que dio pie al bilingüismo, y durante la antigua colonización griega: la Magna Grecia, por la que el latín cuenta con helenismos desde su más temprana historia.

Las postrimerías del Imperio romano entre los siglos IV y VII suponen una debilitación de las relaciones entre las diversas regiones, afirmándose las tendencias localistas, una circunstancia a la que se suma el hecho de que en muchos territorios se vivía una situación lingüística de diglosia, es decir, en la que conviven dos lenguas distintas: la de los habitantes del Imperio y la de los invasores germánicos apenas latinizados. Estos debieron provocar el uso de un latín muy simplificado que, sin modelos a seguir más allá de la Iglesia, no encuentra freno en su tendencia evolutiva. Durante la Alta Edad Media, diversos autores intentaron escribir en latín para conservarlo, a veces con éxito. Los glosarios, que surgen entre los siglos VIII y X en pos de clarificar el léxico y las estructuras del latín clásico, están escritos en un latín vulgar más cercano al habla diaria y muestran las dificultades que tenía la población alfabetizada para manejarse en latín clásico. Estos constituyen prueba irrefutable de que el latín ha dejado de ser el vehículo de comunicación oral entre las gentes y que son otras las lenguas que ahora cumplen esa función: las lenguas romances. Partiendo de la base de que es imposible determinar el momento cronológico absoluto en que tal proceso tuvo lugar, se pueden aproximar tres etapas consecutivas (con sus particularidades en cada territorio): el nacimiento de la nueva oralidad, la toma de conciencia de esa metamorfosis y el momento en que esa oralidad se fija por escrito constatándose el carácter irreversiblemente heterogéneo de las dos escrituras, la antigua y la nueva, la latina y la romance. Estos primeros documentos aparecen entre los siglos VIII y X en las diferentes lenguas románicas: portugués, gallego, español, catalán, occitano, francés, retorromance, italiano, sardo, rumano y los diferentes criollos. Tanto el portugués como el gallego descienden del romance llamado gallego-portugués, lengua lírica por excelencia entre los siglos XIII y XIV. Mientras que el portugués es la segunda lengua románica más hablada por número de habitantes, el gallego se habla solo en Galicia y en la llamada franxa exterior. Ambos idiomas comparten rasgos fonéticos similares que los diferencian del castellano. La variedad del portugués hablada en Brasil, el brasileiro, presenta algunas peculiaridades fonéticas con respecto al portugués aunque ambos son perfectamente intercomprensibles. El español, por su parte, es la lengua románica más difundida en el mundo. Hay que distinguir dentro del ámbito español dos tipos de dialectos: los históricos, que surgieron directamente del latín (leonés y aragonés), y los innovadores, que proceden de la evolución del castellano en su expansión hacia el sur, como son el andaluz, el extremeño, el murciano o el canario. El catalán, hablado principalmente en Cataluña, Valencia y Baleares (además de la franxa aragonesa), se divide en dos grandes variedades dialectales: la oriental y la occidental. Esta división, cuya causa ha sido ampliamente debatida, se hace en virtud de una serie de rasgos fonéticos y se subdivide asimismo en varios subdialectos. El occitano se habla en el mediodía francés y en el valle español de Arán en el que se emplea una subvariedad del gascón, el aranés. La gran época del occitano, langue d´oc, es sin duda la Edad Media, cuando es conocido como provenzal y se convierte en la gran lengua de poesía lírica. El provenzal es la primera lengua romance en gozar de una gramática propia orientada a su estudio como lengua extranjera. Aunque en la actualidad su número de hablantes es imprecisable, su dominio dialectal se divide en cuatro zonas según P. Bec (1963): el occitano septentrional, el medio, el gascón y el catalán (cuya inclusión resulta controvertida). El francés, tercera lengua románica del mundo, es uno de los dialectos que conforman en conglomerado lingüístico que se conoce como langue d’oïl y que corresponde más o menos a la mitad norte de Francia. Sus dominios dialectales presentan cierta dificultad, pero sin duda los de mayor interés son el anglonormando y el francoprovenzal. El retorromance engloba las formas románicas de tres áreas separadas entre sí que se encuentran en Suiza e Italia, variedades llamadas romanche, ladina y friulana. Aunque lingüistas como G. B. Pellegrini han puesto en duda la existencia del retorromance como una lengua románica diferenciada, existen algunos rasgos estructurales que nos permiten hablar de su unidad. El italiano es lengua oficial de varios países, aunque tal y como se entiende en la actualidad, (el estandarizado que se basa en el florentino) no es la primera lengua de la mayoría de los habitantes de Italia, quienes reconocen hablar uno u otro dialecto. Esto muestra la complejísima distribución dialectal de un país en el que además conviven otras variedades románicas como el sardo, la lengua de la isla de Cerdeña (aunque no todas las zonas de la isla son de habla sarda). Resalta del sardo su carácter conservador. El rumano es la lengua oficial de Rumanía y Moldavia, república en la que hasta 1989 se escribía en caracteres cirílicos. Un caso muy peculiar de lengua románica es el de los criollos, lenguas sin antecedente genético que evolucionan a partir de un pidgin o lingua franca. Estas surgieron en diferentes lugares como medio de comunicación entre orientales y occidentales que necesitaban entenderse por motivos generalmente comerciales.

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