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  • Foto del escritorAna Morales Iturriaga

Marianela

– Y debido a estas circunstancias –decía el profesor Carriazo– fue así como comenzó la primera cuarentena del 20, que tras unos meses de confinamiento…

Las palabras de don Rafael se perdían mientras Marianela contemplaba el parque a través del cristal. Le gustaba jugar a forzar la mirada hasta encontrar los restos de las porterías, trocitos rojos y blancos que sobresalían entre las hierbas altas que devoraban las ruinas de lo que un día fue el campo de fútbol del colegio. No es que se aburriera en Historia, no; era solo que el profesor Carriazo hablaba de un pasado desconocido que le resultaba evocador, y tenía esa voz que invitaba a la niña a confundir las palabras con los objetos del otro lado del cristal.

Cuando sonó el timbre, recogió y esperó a su amiga Bárbara. Ambas vivían en la misma urbanización, “Villastal”. Cruzaron corriendo el pasillo que iba hasta la gran sala, en la que remoloneaban hasta que se formaba el pandemonio habitual. Ahora que ya estaban en primero salían a la vez que los chicos mayores (¡por fin!), y eso ya era otra cosa. Eran capaces de ralentizar el paso casi hasta quedarse paradas: todo con tal de verle salir.

–Mira, mira, que está ahí– decía Bárbara a su amiga con un susurro chillón y un carpetazo en las costillas (que entonces se llamaba así por pura convención, porque nadie utilizaba las ya olvidadas carpetas, sino fundas de todo color para microordenadores). Marianela encajaba el golpe y se lo perdonaba a su amiga porque sabía que sin “carpetazo” no podía canalizar el temblor de piernas que le entraba al ver bajar las escaleras al chico de cuarto. –Es que me tiene loquita– añadió Bárbara con un gesto dramático. Benditos momentos los de la salida del colegio –debían pensar para sí las colegialas.

Una vez repuestas de la visión, y entre risas y empujones tan descarados como los cada día de lunes a viernes a la misma hora y en el mismo sitio, en que invariablemente esperaban a que Adrián bajase las escaleras (que así era el nombre del muchacho de cuarto que Bárbara llamaba “el pivón de la A”), ambas se pusieron en la fila para pasar las cámaras hasta el gran ascensor de cristal, en el que levitaron hasta alcanzar la conexión con la lanzadera que las llevaba hasta su casa.


Marianela entró en la cocina. Aquel día había lentejas. Aunque algunos años después se convirtió en uno de sus platos preferidos, en aquellos tiempos preadolescentes aún no sabía apreciar el placer de un buen plato de cuchara. Torciendo el morro se quejó a su madre:

–¿Otra vez lentejas?

–¿Qué tal en el colegio? –le preguntó su madre entusiasta, ignorando la crítica al menú mientras cambiaba la temperatura de la perola de “modo cocina” a “comida inmediata”. ¿Has aprendido alguna cosa chula? Marianela suspiró. Entendió por la respuesta que de poco le servía quejarse de la comida y contestó de mala gana a su madre: - Sí, hemos empezado a dar la primera cuarentena.

- ¡La cuarentena del 20! –exclamó su madre sorprendida–Tu abuela sí que vivió aquellos años. Ella vivió toda la transición al cristal, ¿sabes? A ella le puedes preguntar, aunque pocas veces quiere hablar sobre el tema…

Marianela se quedó pensando. –Claro, su abuela había nacido a principios de siglo, ¡a principios de siglo! Y algo tenía que saber sobre el tema, porque para la gran cuarentena ya era su abuela mucho mayor que ella ahora. ¿Se acordaría de cómo era antes el mundo?– Y pensando estas cosas cogió un trozo de pan del cestillo y le dijo a su madre: –Hoy mejor como en casa de la abuela, que así le puedo preguntar cosas para hacer mi trabajo. –¿Un trabajo y todo tienes que hacer? –preguntó su madre con retintín– Muy bien, llévale de paso esta bolsa y le das un beso de mi parte. Y esbozó una sonrisa que Marianela no acabó de comprender.


Cogiendo la bolsa salió de casa y se escurrió por la escalera vieja, la que aún estaba abierta y discurría por el lateral exterior del edificio (aunque Marianela la tenía prohibida). Cuando llegó al portal, cogió el pasillo central que conectaba con el túnel que daba al corredor de cristal número uno, el que iba al lado contrario de la calle y salía justo enfrente de donde vivía su abuela, “cerca pero no revueltos”, como solía decir ella.

Llamó al timbre y sonó la voz de la anciana.

-¿Quieeeeeeén? -Soy yo abuela, Marianela, tu nieta. –Ah sí, bonita, te abro.

Y como era de esperar, la puerta se abrió. Marianela subió en el ruidoso ascensor los diez pisos y entró.

–Hola bonita–le dijo su abuela dándole un beso. Me acaba de llamar tu madre que venías a comer así de pronto.

–Sí, abuela. Es que tengo que hacer un trabajo sobre la primera cuarentena y necesitaba testimonios felacientes–

La abuela contestó entre carcajadas:

–Fehacientes, querrás decir.

–Bueno eso, que digan la verdad y todo– respondió Marianela algo avergonzada– ¿Tú te acuerdas, abuela? –Uy, sí, claro que me acuerdo –dijo su abuela sin empezar a recordar– aunque es mejor no hablar mucho de eso.. aunque ahora ya, ha pasado tanto, tanto tiempo… –Anda abuela –insistió Marianela–. Cuéntame como era el mundo antes de primera cuarentena. ¿Era diferente? –Sí, era diferente, muy diferente –dijo su abuela empezando a recordar–. Sí, todos éramos muy diferentes…

Y mientras decía estas palabras empezaron a llegar los recuerdos, y con ellos muchas cosas que décadas atrás no se había permitido pensar… ¿para qué, para pasarlo peor? Cosas que entonces se prohibió, sí. Sí, que se prohibió porque era lo que había que hacer. Pero era entonces claro… quizá ahora ya… ahora ya lo mismo dan, sí. Ahora dan ya lo mismo. Había pasado ya tanto, tanto tiempo… quizá ahora ya podría recordarlo, sí, quizá contárselo a su nieta, ¿por qué no? Sí, quizá. Cómo eran las cosas cuando ella tenía 18 años… madre mía, ¡hacía la friolera de 60 años! Sí, quizá ahora me pueda apetecer recordar, ¿me apetece? Quizá el daño sea menor, quizá me venga hasta bien. Ahora ya no están los demás, no, ni había nada que echar de menos: hacia años que todo había desaparecido. Quizá ese martes cualquiera pudiera dejar que hablasen los recuerdos y contar a su nieta y a sí misma de aquellas décadas, de aquel mundo perdido que todos se esforzaron en olvidar.

Y mientras se acumulaban las imágenes de entonces, notó que se le asomaba al ojo una lágrima inesperada que no iba a saber contener, y avergonzada sin motivo se volvió hacia las perolas y disimuló delante de su nieta sirviendo la comida. Como todos los martes, Paquita había venido a limpiar y se la había dejado hecha. Se puso a llenar el plato y preguntó a Marianela:

–¿Quieres chorizo y morcilla en las lentejas?

Marianela comprendió solo entonces de qué se reía su madre y, acatando su destino, contestó resignada:

- Solo chorizo, abuela.

Y mientras hundía peleona la cuchara en el plato, su abuela prosiguió de la siguiente manera:

– ¿Sabes, Marianela? En realidad lo más difícil fue al principio, todos aquellos meses en los que realmente se pensó que se podría recuperar la normalidad, el tiempo en el que la esperanza se dirigía hacia un mundo pasado y no futuro, y los mayores te decían que todo iba a ir bien. El tiempo en que pensábamos que lo dejaríamos atrás, sí. Sí, Marianela, eso fue lo más difícil, aceptar lo que venía, aceptar el cambio… lo difícil fue aceptar el cambio, lo difícil fue la despedida. Pero claro, por entonces, aún nadie se lo podía imaginar.


Y Marianela se esforzaba, pero no lo comprendía. Ella tampoco se lo podía imaginar.



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