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  • Foto del escritorAna Morales Iturriaga

«La rosa profunda» de Borges en relación con «El Aleph»

Soy el que sabe que no es menos vano que el vano observador que en el espejo de silencio y cristal sigue el reflejo o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.

Soy, tácitos amigos, el que sabe que no hay otra venganza que el olvido ni otro perdón. Un dios ha concedido al odio humano esta curiosa llave.

Soy el que pese a tan ilustres modos de errar, no ha descifrado el laberinto

singular y plural, arduo y distinto,

del tiempo, que es uno y es de todos. Soy el que es nadie, el que no fue una espada en la guerra. Soy eco, olvido, nada.


El soneto objeto de análisis pertenece a La rosa profunda, una colección de poemas escritos por Jorge Luis Borges (1899-1986) entre 1972 y 1975 publicada en Buenos Aires en 1975. En el prólogo de la obra, compuesta tras «demasiados años de ejercicio de la literatura» (1), el autor confiesa no profesar ninguna estética. Sus poemas, dictados, parten de una clausura que es al mismo tiempo soledad propicia y llave de liberación. «Soy» propone una red temática cuyas ideas principales podrían resumirse como la disolución del yo y la dudosa existencia del sentido de la vida. El escepticismo derivado de la imposibilidad de conocer el universo y la consecuente «ininteligibilidad de la realidad que nos circunda» (2) son temas recurrentes en la poesía y la narrativa del autor que se articulan a través de una serie de imágenes que componen su simbología. Muchas de ellas están presentes en el poema objeto de análisis que, como la mayoría de composiciones pertenecientes a La rosa profunda, presenta la forma del soneto. La única peculiaridad métrica destacable se encuentra en el primer verso del último terceto, que suma solo 10 sílabas si se escande estrictamente y que por ello precisa una dialefa que lo convierta en endecasílabo. Para ello existen varias posibilidades (teóricamente son posibles dos dialefas y una diéresis) pero dado que el ritmo que predomina en los dos primeros versos del terceto anterior es yámbico o binario (en la terminología de Bello) se propone escandir el verso de la siguiente manera: del-tiem-po-que-es-u-no-yes-de-to-dos. La forma externa está determinada por las exigencias del soneto. Sin embargo, puede apreciarse una estructura en espiral reforzada por la posición de la anáfora «Soy» que además da título al poema. Los cuartetos presentan esta anáfora en su inicio. En el último terceto, empero, comienza la descompensación que Borges dispone con una regresión matemática: 4, 2, 1, 0 ́5. El primer verso del último terceto se añade al terceto anterior convirtiéndose este en un cuarteto virtual. El último terceto aparece dividido en un primer verso y el pareado, que a su vez se encuentra dividido, pues su segundo verso está partido en dos mitades por la última repetición de la palabra «Soy». Esa sensación laberíntica de caída en espiral entronca con la temática del poema reforzando la sensación que percibe el lector a través de la estructura eternamente divisible, ese «hasta lo infinito» que recuerda al final de «La busca de Averroes». La disposición temática interna se construye a partir de la distribución anafórica de «Soy» (presente de indicativo de la primera persona del singular del verbo ser). Desde la forma verbal que inicia cada estrofa, parte una consideración ontológica sobre la deconstrucción de la existencia propia que se expresa en cada ocasión mediante una imagen diferente de las que conforman el rico universo del autor. En el primer cuarteto aparece uno de lo símbolos borgianos por excelencia: el espejo. Presente desde el primero de los cuentos que componen El Aleph, «No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos», es empleado una y otra vez como metáfora de la reducción del ser a su mera apariencia, condición del observador sin certezas, de la negación de un posible autoconocimiento. La realidad no es más verdadera que el reflejo que nos devuelve el espejo. Otra de las veces que encontramos esta imagen es al final de «Deutsches Requiem»: «Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no». Él no tendrá miedo precisamente porque ese reflejo que devuelve el espejo no es real como sí lo es su carne. Y aquello con lo que se identifica, el conocimiento sobre sí mismo, es incognoscible y por tanto inexistente en la realidad, ergo no puede sentir. En el siguiente cuarteto encontramos contenido gran parte del planteamiento teológico del autor en tan solo dos palabras. La mención a “un” dios revela su planteamiento irónico, el de un indeterminado personaje que aporta muy poca información a los hombres sobre los móviles profundos que rigen su comportamiento. La única certeza de Borges es que el olvido, esa «llave concedida», es el único perdón o posible venganza del ser humano. En el primer terceto aparece de nuevo uno de los símbolos que más se han relacionado con este autor: el laberinto, que en Borges es siempre circular y sin salida. Los «ilustres modos de errar» no hacen sino referencia a la pretensión humana de ordenar o explicar el mundo, que solo produce ficciones. Un laberinto es creado por cada hombre en su búsqueda, en la tentativa de dar una apariencia ordenada al caos del que venimos y al que estamos abocados. El laberinto es la imagen de un oxímoron: el orden caótico del tiempo, «que es uno y es de todos», ya que «a través de los siglos y las latitudes, cambian los nombres, lo dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas [...] la historia de los pueblos registra una continuidad secreta» (3). Son interminables las referencias al laberinto en la narrativa del autor, (presente en cuentos como el citado, «La casa de Asterión», «Los dos reyes y los dos laberintos»...) y su obsesión con el tiempo. En «El inmortal», habla del tiempo como la memoria del mundo, ya que para Borges, es un elemento absolutamente necesario para llevar a cabo la descripción de la ambigüedad que caracteriza la vida. Los dos últimos versos sintetizan la negación ontológica en la que se fundamenta el poema: «soy el que es nadie», afirmación que encierra en sí una paradoja, ya que si uno es, no puede ser nadie puesto que ya es uno. El poeta se identifica con el eco, el olvido, la nada, con la inutilidad del que no fue una espada en la guerra. El análisis de este poema podría no tener fin. Como conclusión, puede afirmarse que el poema representa la síntesis de la filosofía de su autor, en la que se pone de manifiesto la negación sobre el conocimiento absoluto de la realidad tangible, y por ende sobre la certeza de su existencia: todo mortal está abocado al olvido y el sentido de la vida no puede aprehenderse. La individualidad no existe en un mundo cíclico de tiempos que se repiten.




Notas

1 Palabras de Borges en el «Prólogo» de La rosa profunda, disponible en https://www.poeticous.com/borges/la- rosa-profunda-prologo?locale=es 2 Shaw, 1999, p. 40. 3 Borges, 1974, p. 91.


Bibliografía Borges, Jorge Luis, El Aleph, Madrid, Alianza, 1974 [1971] Shaw, Donald L., Nueva narrativa hispanoamericana. Boom, posboom, posmodernismo, Madrid, Cátedra, 1999.

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