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  • Foto del escritorAna Morales Iturriaga

La imagen de la revolución en «Los de abajo» de Mariano Azuela

1916 fue el año que en Mariano Azuela dio por primera vez Los de abajo a la imprenta, obra que se convertiría, andando el tiempo, en el máximo exponente de la novela de la Revolución mexicana. A la hora de contextualizar la obra, esa fecha llama especialmente la atención si se tiene en cuenta que la acción que el autor narra en sus páginas se circunscribe a los hechos acontecidos en el intervalo histórico que va de 1913 a 1915. Azuela, que como médico militar de la División del Norte estuvo cerca de algunos de los sucesos revolucionarios, pone inmediatamente por escrito el agitado periodo que está viviendo. No hay pues un distanciamiento temporal entre los hechos que acontecen al país y los que el autor plasma en su obra, en su descripción de la cruda situación que atravesaba México en esos años. Su novela es de inmediata actualidad política. Lejos queda ya la publicación de La sucesión presidencial en 1910 de Francisco I. Madero. La revolución política de la que aquel se hacía eco ahora ha trascendido: es una revolución plenamente social que degenerará en una guerra civil. El campesino, el minero, los trabajadores de la clase más baja, no se contentan con un cambio en las élites políticas: exigen una renovación de la estructura económica y social de México, y demandan una nueva justicia. En palabras de Marta Portal: «Son “los de abajo”, es decir, las gentes del pueblo, los que hacen la Revolución y los que menos hablan de ella». Y son precisamente estos “revolucionarios de verdad” los que dan título a la novela de Azuela.


Para retratar el hecho revolucionario, el autor se sirve de la voz de sus personajes y la descripción de sus acciones, y muy especialmente del proceso “involutivo” del protagonista, ese al que el autor llamó su «hombre excepcional», cuyo desarrollo está marcado por una profunda degradación. En efecto, los cambios que la Revolución produce en el «héroe» Demetrio Macías, así como los personajes que influyen decisivamente en su evolución, son clave para entender las distintas facetas de la realidad que Azuela nos transmitió con su obra. Al inicio de la novela, encontramos al protagonista huyendo de los federales de Huerta. Demetrio abandona su casa para hacer una revolución que, paradójicamente, no sabe poner por palabras: «¿Pos cuál causa defendemos nosotros?», preguntará a Luis Cervantes en los comienzos de su andadura bélica. De estas palabras se desprende una de las premisas esenciales de la visión del autor, y es que aquellos dispuestos a dar su vida, ajenos completamente a toda intriga política o discurso ideológico, lo hacen como simple reacción a la violencia que ejercía el gobierno de Huerta mediante el ejército federal. Y es que Demetrio Macías, como fue el caso de Zapata o Medina, no es un militar versado en el arte de la guerra. Cuando se ve forzado a abandonar su casa, es solo un campesino, un hombre de valor que no lucha sino con lo único que no le ha sido arrebatado: el odio y la sed de venganza. El mismo caciquismo que quema la casa de Macías es el que se extiende a cada rincón del país, y por el que las gentes, ávidas de empatía con la que aliviar sus miserias, se muestran tan acogedoras con los revolucionarios: «Espero de Dios y María Santísima que ustedes no han de dejar vivo a uno de estos federales del infierno». El autor nos trasmite el parecer del pueblo en los albores del conflicto, cuando la Revolución aún tenía un enemigo común y no se había fragmentado. Con las palabras de la serrana, Azuela quiere dar cuenta de cómo era la realidad de un México atormentado por los continuos saqueos, raptos y asesinatos del gobierno de Huerta, y cómo esta situación previa se convierte en el escenario perfecto para que los actos violentos que las tropas revolucionarias van a protagonizar se califiquen de heroicos. Una reacción violenta fundamentalmente promovida por el espíritu vengativo del que no necesita un discurso ideológico. Y aquí es donde el autor va a introducir la voz de Luis Cervantes, personaje que como tantos otros pseudointelectuales de ayer y de hoy, utiliza su demagogia para arengar a un pueblo al que le sobran los motivos pero le faltan las palabras. Con este discurso convence a Demetrio, al que dice nada más conocer: «Usted no comprende todavía su verdadera, su alta y nobilísima misión. Usted, hombre modesto y sin ambiciones, no quiere ver el importantísimo papel que le toca en esta revolución. Mentira que usted ande por aquí por don Mónico, el cacique; usted se ha levantado contra el caciquismo que asola toda la nación. Somos elementos de un gran movimiento social que tiene que concluir por el engrandecimiento de nuestra patria. Somos instrumentos del destino para la reivindicación de los sagrados derechos del pueblo. No peleamos por derrocar a un asesino miserable, sino contra la tiranía misma. Eso es lo que se llama luchar por principios, tener ideales. Por ellos luchan Villa, Natera, Carranza; por ellos estamos luchando nosotros». Pero esa revolución que Luis Cervantes pinta con tan afortunado verbo, (e hinchado, pues en él pretende ocultar sus verdaderos motivos e intereses) ya ha desencantado a otros que, a diferencia de él, llevan luchando por su causa más de dos meses. Es el caso de Alberto Solís, otro de los personajes que sirven al autor para ejemplificar la ideología revolucionaria, ya que como Luis Cervantes, son gente con estudios y se sitúan por ello en un nivel intermedio, a cierta distancia de "los de abajo". Sus palabras resultan cruciales para entender la verdadera esencia del revolucionario a ojos del autor: «hay hechos y hay hombres que no son sino pura hiel... Y esa hiel va cayendo gota a gota en el alma, y todo lo amarga, todo lo envenena […] o se convierte usted en un bandido igual a ellos, o desaparece de la escena». Y añade más adelante: «Me preguntará que por qué sigo entonces en la revolución. La revolución es el huracán, y el hombre que se entrega a ella no es ya el hombre, es la miserable hoja seca arrebatada por el vendaval…». Estas palabras sintetizan a la perfección el motivo del descenso y la degeneración de los revolucionarios, quienes movidos en un principio por ideales de justicia, se encuentran perdidos, conmemorando hazañas que el imaginario colectivo y el boca a boca adulteran hasta incluso convencer a sus propios protagonistas de que las cosas no son como verdaderamente ocurrieron, sino como las han oído referir. Estos revolucionarios, empujados por una inercia imparable a un escenario de violencia y muerte, se verán abocados a su destrucción. Poco antes de morir, añade Alberto Solís: «Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos!… ¡Lástima de sangre!», palabras que, como destaca el profesor Lorente en su estudio, “Realidad histórica y ficción en Los de abajo”, son premisa fundamental de la visión pesimista que Azuela estructura y transmite en su obra, la idea de que una mala gestión, la crueldad y la violencia injustificada de la que hacen gala las tropas, no son sino la confirmación de la triste incapacidad que muestra tener el pueblo para gestionar el poder. Conforme avanza el tiempo y los ideales revolucionarios se disipan, el problema real ya no será solo que los dirigentes de las diferentes facciones fragmenten el poder y no logren llegar a un acuerdo, como de hecho ocurrió en la convención de Aguascalientes de la que da cuenta el texto, sino que muchos de los que luchaban en esas facciones no tenían siquiera idea de lo que en tal encuentro se debatía o se dejaba de debatir. A este respecto nos parece revelador el diálogo entre Cervantes y Macías que puede leerse a continuación: «—¿Oiga, curro, ahora que lo estoy pensando, yo qué pitos voy a tocar a Aguascalientes? —A dar su voto, mi general, para presidente provisional de la República. —¿Presidente provisional?... Pos entonces, ¿qué... tal es, pues, Carranza?... La verdad, yo no entiendo estas políticas...» Nuestro protagonista, una vez más ajeno a las supuestas causas de la revolución en que se ve inmerso, permanecerá fiel al comandante Villa. Pero no lo hará por una cuestión meditada, sino solo porque está en su naturaleza noble no abandonar la lucha, ya que eso sería impropio de un hombre, y seguir en ella con quien ha comenzado, que traicionar también es de ser poco hombre. De nuevo la idea de inercia llena de sentido a una revolución que no encuentra final, idea que aparece expresada con deliciosa sencillez cuando Demetrio trata de explicar a su mujer por qué deben seguir. Para ello el héroe degradado y perdido, se sirve de una metáfora muy expresiva cuando «toma distraído una piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene pensativo viendo el desfiladero, y dice: —Mira esa piedra cómo ya no se para…». Queda claro que Demetrio, símbolo de tantos otros campesinos que dejaron todo para unirse a la Revolución, no sabe dar respuesta a una pregunta que le persigue desde que encontró a Luis Cervantes. Entonces era él quien se hacía la pregunta. Ahora, casi al final su andadura, será él quien deba responder: «¿Por qué pelean ya, Demetrio?». Y aunque sigue sin acompañarle la palabra precisa, sabe bien que no existe un final. Que ya no es posible aquello que decía al principio: «No quiero yo otra cosa, sino que me dejen en paz para volver a mi casa». El hombre al que sus hazañas y la imaginación colectiva encumbraron hasta hacer casi un dios, encontrará su final en el mismo cañón de Juchipila donde todo comenzó, un final que no es final y con el que el autor destaca la idea circular de un proceso como la revolución, que no empieza ni termina, sino que solo se transforma.

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