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  • Foto del escritorAna Morales Iturriaga

Comentario breve de «Académica» de José Martí.

(El examen con el que le robé la matrícula de honor a Lorente)


“Académica”

                        Ven mi caballo, a que te encinche: quieren

                        que no con garbo natural el coso

                        al sabio impulso corras de la vida,

                        sino que el paso de la pista aprendas,

                        y la lengua del látigo, y sumiso

                        des a la silla el arrogante lomo.

                        Ven mi caballo: dicen que en el pecho

                        lo que es cierto no es cierto; que la estrofa

                        ígnea que en lo hondo de las almas nace,

                        como penacho de fontana pura

                        que el blando manto de la tierra rompe

                        y en gotas mil arreboladas cuelga,

                        no ha de cantarse, no; sino las pautas

                        que en moldecillo azucarado y hueco

                        encasacados dómines dibujan,

                        y gritan “¡Al bribón!” –cuando a las puertas

                        del templo augusto un hombre libre asoma.

                        Ven, mi caballo, con tu casco limpio

                        a yerba buena y flor de llano oliente,

                        cinchas estruja, lanza sobre un tronco

                        seco y piadoso, donde el sol la avive,

                        del repintado dómine la chupa,

                        de hojas de antaño y de romanas rosas

                        orlada, y deslucidas joyas griegas.

                        Y al sol del alba en que la tierra rompe

                        echa arrogante por el orbe nuevo.


«Académica» es el segundo de los poemas que conforman Versos libres, una colección escrita por José Martí (1853-1895) entre 1878 y 1882 que fue publicada póstumamente en La Habana en 1913. Con estos «endecasílabos hirsutos y dolorosos», que así los llamó su autor, el poeta reafirma la senda modernista iniciada con Ismaelillo. Su indiscutible magisterio se percibe en la obra de autores tan importantes como Darío, Valle-Inclán o J. Ramón Jiménez.


El tema del texto objeto de análisis podría resumirse como la meditación del poeta sobre el acto creador y la reivindicación de una estética poética que defiende la búsqueda de la libertad y la verdad mediante una concepción antiacadémica del arte. Se trata por tanto de un tema metapoético.


El poema está compuesto en versos blancos, concretamente 26 versos endecasílabos. La ausencia de rima incrementa la atención prestada al ritmo, en el que reside uno de los métodos innovadores más característicos del autor. La ruptura del orden sintáctico a través del uso casi constante de encabalgamientos abruptos (que se observa ya en el paso del primer al segundo verso) hace que el poema se presente a través de imágenes, de una forma absolutamente impresionista, reforzada por el uso abundante de adjetivación (a veces antepuesta con epítetos) y la presencia de exclamaciones. La forma en que el poeta desgarra el verso con su sintaxis dislocada aporta una sonoridad anacrónica que recuerda a los periodos latinizantes y aleja al lector de la literalidad, forzando su entendimiento. A través de este empleo del ritmo, el poeta quiere transmitir la desazón que producen los miedos y esperanzas de la vida, y las causas con las que el poeta siempre se mostró comprometido. El hipérbaton es así pues recurrente: «que no con garbo natural el coso / al sabio impulso corras de la vida», por citar uno de los muchos ejemplos que se encuentran en el texto, cuyo ritmo se encuentra permanentemente alterado. Es este, sin duda, uno de los rasgos más sobresalientes de la renovación formal poética del autor.

Dadas las acotaciones de espacio exigidas, llevaré a cabo de forma simultánea el análisis estructural y la descripción estilística.

La estructura externa se articula a través de una anáfora que es un imperativo: «Ven, mi caballo». Esta divide al poema en tres partes y se encuentra al inicio de los vv. 1, 6 y 18. En la primera parte el autor introduce el tema: quieren que su voz y su lengua poética (representada a través de la metáfora animal del caballo) se someta y renuncie a la naturalidad y la libertad. El uso del plural en tercera persona revela inmediatamente la contraposición entre ese yo poético que ordena el «ven», y aquellos que «quieren», representantes de la forma preestablecida, del canon al que metafóricamente se refiere como «la lengua del látigo». Su poética no es sino un caballo que ansía la libertad.

La segunda parte presenta la paradoja: «dicen que en el pecho / lo que es cierto no es cierto», y a continuación emplea una larga acotación que rompe la realidad contribuyendo con la superposición de imágenes. Se personifica la estrofa ígnea, que nace, «como penacho […] cuelga». La prosopopeya se completa con un bello símil que contiene a su vez la metáfora del agua como fuente de vida. Una auténtica alegoría del poder de la poesía entendida como un arma que lucha por la verdad. Y esta poesía, la verdadera, es la que «aquellos» no quieren que se cante. Aquellos «encasacados» solo quieren entretenerse en el «moldecillo azucarado y hueco», de nuevo una metáfora del exceso de las apariencias que carecen de contenido. Aquellos son quienes denuncian al «hombre libre», trasunto del propio poeta en el texto, que sale del templo augusto, símbolo de las formas clásicas o neoclásicas ante las que reaccionan con vehemencia los autores románticos y que se emplea aquí con un matiz novedoso: son las formas que el poeta quiere transformar, pues de ellas sale.

La tercera parte coincide con los nueve últimos versos, sustentada en una antítesis: la eterna lucha entre lo viejo y lo nuevo, el dogma clásico frente al individualismo romántico que pugna por la libertad. Las referencias a la naturaleza, (las rosas, la flor del llano, la yerba nueva) propias de este movimiento, refuerzan las imágenes asociadas a la tierra, fuente de vida y movimiento, que contrastan con las ya «deslucidas joyas griegas».

Resulta complicado hacer una análisis pormenorizado en tan poco espacio, ya que las metáforas y los símbolos se multiplican en el poema. Se debe destacar asimismo la anáfora de «que» que da lugar a construcciones paralelísticas entre los vv. 2, 11, 14, la prosopopeya en «tronco piadoso» y «sol avive»… y sobre todo el último verso, en el que el autor consagra el triunfo de la forma nueva, de la poesía como acceso a la libertad que irrumpe en el «orbe nuevo» que no es sino el mundo moderno, el del nuevo siglo que el autor no llegará a ver.

En la estética de José Martí, un adelantado a su tiempo, se abrazan el barroquismo más natural con una sobriedad rotunda.


No podemos poner fin a este análisis sin recordar las bellas palabras de Max Henríquez Ureña, cuando dice que “Martí, más que un revolucionario de la forma, fue un reivindicador de la sencillez”. Una sencillez en la que sin embargo, a mi humilde juicio, se revela una propuesta estética especial, novedosa y tremendamente valiosa.


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