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Foto del escritorAna Morales Iturriaga

Comentario a «Los niños perdidos» de Laila Ripoll

Los aviones comienzan a bombardear. Los niños se tiran al suelo. LÁZARO sale de su escondite y se reúne con los otros. Sobre el ruido de las bombas retumban los pasos y las carreras fuera. Se escuchan voces, gritos, susurros... espectrales, como venidos de otra dimensión, que repiten frases y palabras inconexas, sin sentido aparente.



El fragmento objeto de análisis pertenece a Los niños perdidos, una pieza escrita y dirigida por Laila Ripoll que se estrenó en la sala principal del Teatro María Guerrero en el año 2005.


Además de licenciada en Interpretación por la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD), la madrileña Adelaida Ripoll Cuetos es una dramaturga destacada y reconocida en la escena contemporánea. Ávida lectora desde niña, a su trayectoria como actriz, autora y escenógrafa, se suma su labor como investigadora de los textos literarios del siglo de Oro español. Ha trabajado adaptando algunas piezas de dramaturgos como Lope de Vega o Calderón, maestros por los que siente una especial predilección y cuya influencia, junto a la de Quevedo y Cervantes, «asoma permanentemente» (1) en el imaginario con que compone su obra. Completó su formación con estudios de danza, interiorismo y pedagogía, y en 1991 fundó su propia compañía, Micomicón, con la que ha dirigido más de 20 espectáculos presentados en Europa, Estados Unidos e Hispanoamérica. La experiencia americana ejerció una profunda influencia en su estética teatral, en la que se integran estos nuevos horizontes con la herencia del teatro clásico español. Ejemplo de esta fusión es La ciudad sitiada, una pieza en la que el recuerdo de la tragedia numantina de Cervantes se confunde con la tremenda impresión producida por los estragos de la guerra civil salvadoreña durante su gira con la compañía por el país centroamericano. Ha dirigido asimismo espectáculos para la Compañía Nacional de Teatro Clásico y el Centro Dramático Nacional, en donde la obra objeto de análisis fue la primera pieza en cartel de una autora viva.


Los niños perdidos pertenece al género del teatro histórico. Temáticamente, la obra se articula en torno a la historia de los hijos de familias republicanas perdidos durante la guerra civil y la posterior dictadura franquista que fueron ingresados en diferentes centros de acogida: albergues, hospicios, conventos, orfanatos… negocios en los que el adoctrinamiento, disfrazado de caridad, se convirtió en un medio de control sobre la infancia del nuevo régimen. Parta vertebrar este relato, la autora emplea documentación referente a las décadas iniciales del gobierno del Caudillo, tanto testimonios orales y materiales procedentes de la prensa de la época como estudios de investigación reciente sobre el periodo. Resulta chocante que aún hoy día, 40 años después de que la dictadura encontrase su final en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Universitario de la Paz, una suerte de amnesia colectiva se niegue a devolver a los niños robados por el franquismo el lugar que les corresponde en la Historia de España.


Uno de los aspectos que aportan mayor fuerza dramática a la ilusión creada por Los niños perdidos es sin duda la forma en que se construyen los personajes. El conocimiento del lector sobre los diferentes caracteres se produce exclusivamente a través de los recuerdos de un deficiente mental de cincuenta años, el Tuso, cuya interpretación produce una deformación esperpéntica de lo que antaño fueron personas y hoy no son más que fantasmas. El maniqueísmo representado por la oposición inocencia-maldad encarnada en el enfrentamiento entre los niños y la religiosa entronca con la dicotomía inherente al discurso guerracivilista. El reflejo de la brecha insalvable, del odio fratricida entre los españoles, se revela en las intervenciones de la monja: «¡Hijos de Satanás! ¡Cabrones! […] Habéis heredado de vuestros progenitores los siete pecados capitales. Y en las llamas del infierno os habéis de condenar […] No habéis sabido vencer la sangre que os corrompe […] Mejor hubiera sido acabar con vosotros igual que con vuestros padres». El testimonio de este «monaguillo inocente» poseído por la culpa se convierte en la denuncia de los delitos cometidos contra los niños perdidos, cuyo olvido y exclusión del relato oficial son la esencia de la protesta.


La primera acotación constituye ya un augurio de estos horrores. Las imágenes de santos mutilados, telarañas, óxido y telas rasgadas funcionan como una metáfora doble: por un lado, hacen referencia a la mente de Tuso, en donde los recuerdos desvencijados envejecen encerrados; por otro, rememora la imagen de la España de la posguerra, un país roto en donde se refleja la sociedad destruida. El «crucificado sin cruz» es a la vez presagio y metáfora de los mismos niños perdidos que dan título a la obra. Además, al final de la acotación se introduce al personaje de Lázaro, nombre que evoca inmediatamente la idea de resurrección que está también presente en el nombre de la monja. Quizá la autora eligió llamar así a este personaje (al que se caracteriza en todo momento como el más fuerte y protector) para transmitir la idea de ese «español que quiere vivir y a vivir empieza», en donde subyacen las esperanzas de los que luchan por un país nuevo y diferente, un sueño perdido en 1939 que empieza a recuperarse cuarenta años después. Este personaje representaría así a los caídos que, como Lázaro y la misma España, vuelven siempre a levantarse. Será además quien se encargue de construir el guiñol, en el que mediante un juego de preguntas y respuestas se procede a la deformación grotesca de los sectores más conservadores del régimen: «¿Quiénes sois?» «¡La Organización Juvenil!» «¿Qué queréis?» «¡La España una, grande y libre!» «¿Qué os sostiene?» «¡La sangre de nuestros caídos!» «¿Quién os guía?» «¡El caudillo!» […] A través de su historia personal, se da a conocer el caso de todos aquellos que perdieron su identidad o que incluso conociéndola, no pudieron hacer nada para mantenerla: «a cada asilo que iba, las monjas iban y me cambiaban el nombre». Resulta curioso que en la mente de Tuso sea precisamente el fantasma de este personaje el que descubra la verdad: que solo son voces en la cabeza de un demente.

Pero las de Lázaro, el Marqués y Cuca no son las únicas voces que atormentan al monaguillo. El recuerdo del «sonido de aviones» abre la puerta al coro de los atormentados, recurso que permite la acumulación de imágenes de muerte y olvido. Las Voces son fantasmas que Tuso entrevera con sus propios recuerdos: madres buscando a sus hijos, hijos llamando a sus madres, el agua como símbolo de muerte, una voz angustiada que quiere salir… Se construye así una red en la que unos recuerdos llaman a otros, una sucesión de ideas que evocan frío, hambre y violencia. Muchas de las asociaciones extratextuales que se generan en la pieza parten de unidades léxicas características del lenguaje infantil y se extienden hacia otros campos semánticos. Un ejemplo es el relato del viaje en tren de Cuca, en el que el juego inocente contrasta con la trágica realidad del robo y transporte de niños en el ferrocarril: «Mi niño, mi niño, que no se lleven a mi niño». La sensación producida por las referencias a la muerte y al trato inhumano se intensifica con el lenguaje onomatopéyico, cuyas repeticiones inciden en la terrorífica pesadilla vivida antes y durante el viaje a bordo del tren de la muerte: «y sacó a los niños muertos y cerró la puerta». De forma análoga, el empleo del lenguaje infantil en el contexto temático de la obra diluye los contornos de los significados: «Calladito y quieto, impasible el alemán»; y de los significantes: «Lo hace felomenal», «por la ventana no, que me puedo agarrar una bruncomonía»; e incluso produce impropiedades que resultan polisemias por sorpresa: «Una hidrofobia de siete cabezas». No deja de llamar la atención que cada fantasma posea su propio registro en la mente de Tuso, incluida Sor Resurrección, un personaje en el que pueden encontrarse ciertas concomitancias con el Edipo de Sófocles: «La fe en la Santa Madre Iglesia […] me abrió los ojos y me privó de la vista […] Aquí me han abierto los ojos y no quiero saber nada más de su familia de asesinos». Al igual que la monja, Tuso ha sido adoctrinado en la religión católica y busca consuelo en sus canciones de misa, esas que aprendió cuando era monaguillo. En ese sentido, pareciera que la autora se reconciliase con la idea de un cristianismo positivo, de un sentimiento religioso que va más allá de sus representantes en la tierra, aquellos que no hicieron nada por denunciar el asesinato cometido por Sor Resurrección porque, como dice Tuso, ya eran niños perdidos, y «al fin y al cabo, los niños de aquí no existen. Son como fantasmas y nadie va a reclamar por ellos. Mejor echar tierra encima». Serán olvidados, abandonados a su suerte y muerte, privados de su identidad y obligados a odiar a sus propios progenitores.


Antes de finalizar el presente análisis, me gustaría destacar uno de los aspectos que no están especificados en las acotaciones del texto pero que cobran un significado muy relevante en la representación, y es la propuesta escénica llevada a cabo ya en el estreno en 2005 por la que se decidió emplear adultos para interpretar a los personajes de los niños perdidos. Este recurso refuerza la idea cíclica de un sueño que se repite hasta convertirse en pesadilla. La noción de recurrencia se relaciona con la imagen abstracta de purgatorio propuesto en la cita de Yeats que encabeza la obra. En este sentido, podría interpretarse la obra como una alegoría en la que el lugar abstracto entre cielo e infierno se concreta en el desván, espacio físico en el que murieron los niños y que actúa además como metáfora de la mente de Tuso. Son precisamente los remordimientos los que le impiden seguir adelante y salir del encierro físico y mental, un símbolo de la culpa de una sociedad que fue cómplice con su silencio.


Mediante el recuerdo de El Tuso, Lázaro, El Marqués y Jesusín (el Cucachica), Laila Ripoll denuncia el drama de todos aquellos niños damnificados por una guerra que no solo les arrebató la familia y la vida, sino que trató además de usurparles la memoria. Fiel reflejo de una España que ha aprendido a perdonar pero que no olvida, Los niños perdidos se erige como una loa en clave teatral que vindica el derecho al recuerdo. Y lo hace de forma concéntrica, precisamente a través del relato que evocan los fantasmas de la mente de un adulto que, obligado de niño a olvidar, no quiso cumplir la condena.


(1) En palabras de la propia autora: «Sé que todas mis lecturas están ahí, asomando permanentemente entre lo que imagino».

Bibliografía

García-Pascual, Raquel (ed.) (2011), Dramaturgas españolas en la escena actual, Barcelona: Castalia.



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