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  • Foto del escritorAna Morales Iturriaga

Civilización y barbarie en «Doña Bárbara» de Rómulo Gallegos

«Barbarie […] quiere decir juventud, y juventud es fuerza, promesa y esperanza». En estas tempranas palabras del autor, puestas por escrito en 1912, se encuentra la clave en que debemos interpretar el sentido profundo de la obra que ahora nos ocupa. En efecto, Doña Bárbara es una historia vertebrada por la oposición dialéctica entre civilización y barbarie, y se integra en una tradición que aúna la identidad nacional venezolana con el espacio geográfico llanero. Algunas lecturas de la obra han entendido esta oposición como un enfrentamiento; es el caso de los que se acercan a Doña Barbara buscando un trasunto del Facundo de Sarmiento. Bastará recordar las palabras referidas más arriba para entender que la idea final de la obra de Gallegos no es presentar una dicotomía insalvable, sino precisamente su superación: la conciliación de la barbarie llanera con los ideales civilizados, la enriquecedora conjunción de tradición y modernidad tan presente en Venezuela. Doña Bárbara se construye así como un pulso, un obra cargada de contrastes que ilustran la complicada relación entre civilización y barbarie.


A lo largo de todo el texto, la tensión dialéctica entre estos dos elementos se manifiesta de forma constante, explícita o implícitamente. No solo constituye el eje principal de la estructura argumental, sino que actúa de forma decisiva en la evolución de los personajes en permanente simbiosis con la naturaleza del llano. A través de la descripción de Santos Luzardo y la acción que comienza con su regreso al Arauca, el autor nos hace reflexionar sobre la barbarie: ¿en qué medida es inherente a la esencia del llanero? Santos Luzardo renuncia al sueño de Europa y vuelve a casa con un claro propósito: traer con él la civilización. Así nos lo informa el propio personaje en un momento de la obra: «[…] ¿no se había propuesto, acaso, cuando resolvió internarse en el hato, renunciando a sus sueños de existencia civilizada, convertirse en el caudillo de la llanura para reprimir el bárbaro señorío de los caciques?» Su presencia actúa de catalizador en el proceso civilizador del llano y de todos aquellos con los que se relaciona a su vuelta. Sus esfuerzos se concentran en un proyecto: la construcción de una cerca destinada a la delimitación del territorio del hato, proyecto de cuya envergadura se desprende toda una red de implicaciones que afectan directamente a la organización de los ranchos: la contención del ganado y abolición de los raptos, el fin de las rencillas entre vecinos por motivos territoriales, la aplicación de la ley de los derechos de caza de los cimarrones… La idea de contención propuesta por la cerca trasciende los límites puramente materiales. Simbólicamente, el autor hace uso esta imagen para tratar de forma sistemática la lucha interna del llanero con su centauro, esa supuesta llamada de la naturaleza a la barbarie. Podemos recordar las palabras que Santos, en sus recuerdos, atribuye a Lorenzo: «Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro […]. El centauro es la barbarie y, por consiguiente, hay que acabar con él». Esa idea acompañará a Santos Luzardo a lo largo de su vida y estará especialmente presente a su regreso. La relación con el personaje de Lorenzo es muy representativa, ya que este se aparece una y otra vez como efigie del potencial fatal destino de Luzardo, un pronóstico de batalla perdida, el presagio de un final al que la naturaleza del llano le abocará y del que no podrá escapar: «¡la llamada! El reclamo fatal de la barbarie». Lorenzo, que ha aceptado su propia derrota como resultado providencial, se expresa en estas palabras: «¡Matar al centauro! ¡Je! ¡Je! ¡No seas idiota, Santos Luzardo! ¿Crees que eso del centauro es pura retórica? Yo te aseguro que existe. Lo he oído relinchar […] Ya tú también lo has oído y por eso estás aquí. ¿Quién te ha dicho que es posible matar al centauro? […] Yo me creía un civilizado, el primer civilizado de mi familia, pero bastó que me dijeran: “Vente a vengar a tu padre”, para que apareciera el bárbaro que estaba dentro de mí. Lo mismo te ha pasado a ti; oíste la llamada. Ya te veré caer entre sus brazos y enloquecer por una caricia suya […]». A través de la relación con Lorenzo, Santos reflexiona sobre la acción embrutecedora del desierto y la influencia fatal de Doña Bárbara, dos de los principales desencadenantes de la rendición de Lorenzo al temido centauro. En la lucha interna de Santos Luzardo con ese bárbaro instinto, el autor pondrá de manifiesto la continuidad que existe entre los dos extremos, y cómo en más de un momento una y otra se dan la mano en busca de la síntesis superior. En ocasiones, Santos se muestra optimista y seguro de ganar la batalla: «Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida». Porque ese centauro, capaz de representar la peor cara de la barbarie, es en ocasiones símbolo de la identidad más esencial del llanero, cuando se monta en el caballo para hacer lo que mejor sabe. En esas ocasiones, «[…] la barbarie tiene sus encantos, es algo hermoso que vale la pena vivirlo, es la plenitud del hombre rebelde a toda limitación», y la llanura enaltece el alma como fuente de fuerza, belleza y dolor, y es preciso amarla como es, bárbara pero hermosa. He ahí la solución de continuidad entre dos extremos aparentemente insalvables.


Encontramos la misma lucha interna en la caracterización de doña Bárbara, personaje central en la novela. En ella se advierte una evolución civilizadora que opera, en principal medida, gracias a Santos Luzardo. Como ella misma reconoce: «si yo me hubiera encontrado en mi camino con hombres como usted, otra sería mi historia». Y es que a medida que avanza la acción se hace evidente que doña Bárbara no es sino el producto de las desdichadas experiencias que han forjado su carácter. Su vida se ha visto abocada a la barbarie pero ahora comprende que nunca es tarde para romper una mala dinámica y aceptar otra más civilizada. Encontramos confirmada una vez más la tesis del autor de que “otro final es posible”, un final para el que, sin embargo, hay que luchar con perseverancia. De una u otra forma, todos los personajes sienten la llamada del llano, incluso la inocente Marisela, discípula que «Por momentos se encabritaba, se le revolvían las sangres […] y se negaba a recibir lecciones o respondía […]: “Déjeme ir para mi monte otra vez”. En ese proceso civilizador, lo mismo el de Marisela que el de la Catira, todo es una cuestión de “amansadores”, o como dice Carmelito a Luzardo: «Como que no somos tan malos amansadores, usted y yo. Véale el paso a la Catira, por lo que a mí me corresponde. Que tocante a la obra de usted…». En efecto, el desarrollo de Marisela, descuidada y asalvajada al inicio de la obra, tiene lugar gracias una vez más a Santos Luzardo, quien la recoge y pone empeño en su educación, una acción desinteresada que se verá recompensada con creces. Y es que cuando Santos Luzardo esté a punto de sucumbir, será Marisela quien lo salve. Cuando santos Luzardo, conmovido por la violencia de la que se cree responsable, pierde el norte: «Al atropello con atropello. Ésa es la ley de esta tierra», y parece que el hombre que llegó con proyectos civilizadores ya no existe, cuando parece que «todos los esfuerzos por librarse de aquella amenaza que venía suspendida sobre su vida, por reprimir los impulsos de su sangre hacia las violentas ejecutorias de los Luzardos, […]» han desaparecido, y que Santos abandona para siempre «la actitud propia del civilizado», será precisamente ella quien le ayude a luchar contra la barbarie y a sujetar las riendas de su centauro desbocado. En ese preciso momento en el que tierra indómita o mujer implacable casi hacen caer a Santos Luzardo, Marisela se presenta como luz salvadora, una «luz que él mismo había encendido […]–su verdadera obra, porque la suya no podía ser exterminar el mal a sangre y fuego, sino descubrir, aquí y allá, las fuentes ocultas de la bondad de su tierra y de su gente–, su obra, inconclusa y abandonada en un momento de despecho, que le devolvía el bien recibido […] porque, viniendo de Marisela, la tranquilizada persuasión de aquellas palabras había brotado de la confianza que ella tenía en él, y esta confianza era algo suyo, lo mejor de sí mismo, puesto en otro corazón.»


En estas palabras con que Rómulo Gallegos se refiere a Santos Luzardo, cuando comprende lo que la vida le devuelve de esa metafórica inversión que hizo tomando bajo su protección a Marisela, encontramos contenida una tesis que nos parece de gran peso en la obra, y que podría resumirse como “haz el bien y el bien te encontrará”. Esa colaboración o influencia mutua hacia el bien resulta fundamental en el pulso entre civilización y barbarie. Santos se propone mantener siempre una actuación ejemplar que no ceda a los impulsos irracionales motivados por el odio, las provocaciones, las viejas rencillas y el deseo de venganza. Y cuando las fuerzas le fallan, el bien que un día hizo vuelve a él a través de Marisela: “hizo el bien y el bien lo encontró”. Es cierto que en ocasiones la naturaleza salvaje del Apure y el Arauca empujan al llanero a la locura, pero es igualmente cierto que en otras ocasiones hace rebosar su espíritu de nobleza. En ocasiones como esa, el llanero contempla en silencio la infinitud del llano y parece pensar:

«Tierra ancha y tendida, toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad».

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